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La poesía de Eduardo Rezzano desordena el presente porque se extiende más allá del tiempo cronológico, se suprime toda sincronía. En su mirada, entre irónica y desencantada, habita un hombre que deviene niño en la manera de impresionar la realidad que le circunda. La realidad vista desde el propio extrañamiento de alguien que siente que la verdadera raíz de cualquier habitante de esta ciudad, por poner un ejemplo, no está sostenida por sentido de pertenencia alguno, excepto el de pertenecer a la realidad más inmediata. Alterar la visión de la realidad, fantasear con lo que no existe y traerlo al lenguaje: eso es la poesía. Una realidad no arborescente, siguiendo la idea de Deleuze y Guattari, sino rizomática. Lo arborescente es el orden jerárquico, las oposiciones binarias, no hay unidades de medida, sino multiplicidades de medida, el texto que no jerarquiza se extiende por los recovecos de la memoria no selectiva, hace hincapié en la máxima sensibilidad a una hora determinada, es solidario con quienes padecemos, emigra a otros lugares y por ello sorprende al lector.

 

Concha García (café la lejana)

 

 

 

 

En los poemas de Caligrafía toman forma la extrañeza de la existencia y la irrealidad de lo real y cotidiano. Es una forma inestable, que se modifica, que se mueve: el fondo desplaza a la figura, la vida fluye sin dirección, sin certezas. Se opta por la pregunta y se dejan de lado las respuestas, y se constata que lo único sólido y permanente es la pregunta. Eduardo Rezzano ha escrito un libro con la mirada, con la delicadeza de una mirada que trata de no tocar las cosas, de no alterarlas, porque sabe que lo que no fue es parte de lo que ha sido.

 

Mariano Peyrou (de la contratapa del libro)

 

 

 

 

En el caso de Eduardo Rezzano, la “trampa” en la que el poeta hace caer al lector se parece mucho a la cinematográfica “suspensión temporal de la incredulidad”, es decir, un estado en el que el espectador asume que lo que está presenciando está alejado de la (su) realidad y de sus convenciones poéticas habituales, y paradójicamente gracias a esta suspensión, es por lo que resulta más creíble, o más fácil de convencer.

Rezzano utiliza de manera casi sistemática un narrador que a veces se significa dentro del poema y a veces no, incluso en alguna ocasión aparece “in media res”, cuando el lector menos se lo espera. En ese sentido, es una escritura que crea sensaciones similares a la de los cuentos infantiles, sin ahorrarse incluso la dosis de malicia necesaria para que todo cuento infantil sea verdaderamente efectivo. Un desarrollo del poema que deja espacios libres al misterio, a la sorpresa o incluso a la interrupción súbita en las posibles ramificaciones narrativas que como miembros amputados que todavía picaran, se derivan del tronco principal. Los elementos con los que juega Rezzano (y el verbo jugar no es inapropiado aquí) se despliegan además en temáticas que recuerdan a fábulas sin moralismo. Caballos, cabras, cangrejos, sirenas, arañas u osos polares, entre otros animales, se suceden, bien como protagonistas, bien como elementos pacientes donde el poeta-personaje quiebra la lógica narrativa a favor del lenguaje poético.

Porque indudablemente, lo que convierte a estos poemas en poemas, no es sólo esa mirada perpleja, tierna y develadora de secretos ocultos, sino su lenguaje. Es en ese terreno donde se libra la tensión interna entre los conceptos figurativos o no, por muy onírica que pueda resultar su combinatoria, y la iluminación definitiva de lo inédito, con las palabras y su cruel dulzura abierta a lo imposible. ¿Del color que / toman los recuerdos al ser / evocados por quien nunca / estuvo allí?

 

Miguel Gara (Culturamas)

 

 

 

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