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Dividido en tres secciones y con incorporaciones fotográficas, sumadas a la inquietante portada de Claudio Parentela, este tomo de poesía [...] es a la vez un tomo de microrrelatos fantásticos. Rezzano ejecuta aquí con su poesía ideas que pueden ser pensadas como narrativas –y, ya se sabe, nada más difícil que escribir a la altura de las buenas ideas, en caso de que nos vengan a la mente– en las que el tiempo es una variable perturbada. O, mejor decir, una variable absorbida por las historias, que se les rinde y se pone a disposición de su continuidad antes que de la propia. Ante la abominación de la linealidad, las coordenadas de lo que insistimos en señalar como real quedan transfiguradas.

 

Valeria Tentoni (Eterna Cadencia)

 

 

 

 

Con una mirada lúcida y atroz, con fuerza de sentencia epigramática, la poesía de Rezzano nos deja a la intemperie del lenguaje y con una idea recurrente: las cosas trascendentales suelen ocurrir en silencio. “Llovía otra vez. El desierto se despoblaba”, nos dice, y demuestra que la palabra, y sus reminiscencias cotidianas, simples, sencillas, bien puede ser un animal amoroso y ardiente al que hace tiempo aprendió a domesticar y encender.

 

Diario El Día

 

 

 

Los poemas de Eduardo Rezzano (1968, La Plata) atribuyen a un cuerpo sin espacio. Una mirada que desde un principio recrea una sospecha de la palabra bajo tensión. A lo largo de Alcohol para después de quemar la potencia del lenguaje no deja de sorprender. El libro está dividido en tres secciones: “El tiempo y los animales”, “Miniaturas” y “Póstumos”. Cada una de esas secciones habla por sí misma, no por su significado, sino por la desolación en la utilización de cada palabra y sus imágenes [...] Hay libros que encuentran su escritura de inmediato. Alcohol para después de quemar, avanza hacia un claroscuro indefenso en pos de una búsqueda fragmentada desde un centro desplazado que pide libertad de expresión alejándose de lo cotidiano [...] Estas tres dimensiones en la que está separado el libro se presentan con la hipótesis de que parezca como una continuación interrumpida frente a lo inevitable. El desenlace de los versos conduce paso a paso a un desenlace que se muestra invisible pero que ocurre en aquello que está más próximo [...] Eduardo Rezzano describe un mundo aparte de otro. Muestra una voluntad de acción dentro de una sociedad inexistente como un narrador sensible al carácter sublime de un paisaje invertido. La exageración se deja ver cómplice en cada reflexión del libro trabajando la naturaleza desde una dimensión inasimilable a la razón.

 

Pablo Milani (Revista Aglaura)

 

 

 

 

Cada vez que miro el sol me acuerdo de cuando me tiré Pervinox en los ojos. Fue por error: era un envase trasparente que confundí con lágrimas. Busqué el colirio y me llevé la cólera. Se me afinaron los ojos como si estuvieran cicatrizando. No fue solo una gota sino varias: pensaba que el ardor era la reacción natural de las gotas en los ojos y seguí disparando. Obviamente, terminé en el médico. Me lavó con agua y aire y se preocupó menos de lo que se rió. Es como tirarte alcohol después de quemarte pero peor, pensé, porque afecta a todo lo que ves. Me tomé un Benadril y me eché a dormir. Pasaron diez años y me encontré con este libro.

No conozco personalmente a Eduardo Rezzano. De él sé apenas que su nombre acompaña –porque es el autor– el título su libro: Alcohol para después de quemar, además de otros libros de previa publicación. En este caso, no se trata sólo de un poemario sino de una suerte de manifiesto inflamable de proyecciones. Antes de dar paso a las palabras, lo precede una foto de extraña cotidianeidad: un estante en un baño con una botella de alcohol, una cuchara, varios cepillos de dientes, una planta y un frasquito de salsa de tabasco. Después, el primer apartado del volumen: “El tiempo y los animales”.

Como aquella vez, acá también la vista está afectada por el poder transformador de lo etílico. Tanto la primera parte como la segunda (“Miniaturas”), están compuestas por textos apocalípticos, ni tristes ni felices, ni afectados ni impostados, tan solo testimonios de la destrucción a la que solo una mirada antiséptica se expone. Sueños, imágenes, reconstrucciones de destrucciones e ideas de un futuro que no sabemos a quién pertenece. “Hablé con un soldado muerto / que soldado a la tierra / daba su frutos”, dice. Y antes: “Con el ojo izquierdo / veo sombras // con el derecho / claridades”.

Entregado a la bebida y al tiempo, Rezzano construye la ebriedad de su mundo no con curdas simpáticas ni rodadas cuesta abajo. Toma cuenta de sus pormenores –no es poca cosa, ver nacer el apocalipsis–, y lo cuenta como si nada fabuloso sucediera. “Abrazado a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío, a la deriva” [...] “Póstumos”, la última parte del libro, es como tirarse Pervinox en los ojos, lavarse con agua y viento, tomar un Benadril y echarse a dormir: cuando uno despierta se lleva la maravilla de volver a ver todo otra vez, de disfrutar el vicio de la contemplación, de admirar la derrota que dejamos atrás. La mirada está limpia, la claridad no lastima, el mundo –y Rezzano– empieza a mostrarnos su poesía.

 

Joaquín Sánchez Mariño

 

 

 

 

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