
Alcohol para después de quemar. Eduardo Rezzano
Eduardo Rezzano nació en 1968 en La Plata. Ahí vive: es escritor y músico. Antes de Alcohol para después de quemar, publicado por Zindo & Gafuri (editora cuyo muy buen catálogo, que crece desde 2010, incluye a autores como Nicolás Pinkus, Mercedes Álvarez, John Cage, Mauro Lo Coco, Cecilia Eraso o Roberta Iannamico), Rezzano había publicado ya los libros Ningún lugar, Gato barcino y no fábulas.
Dividido en tres secciones y con incorporaciones fotográficas, sumadas a la inquietante portada de Claudio Parentela, este tomo de poesía es a la vez un tomo de microrrelatos fantásticos. Rezzano ejecuta aquí con su poesía ideas que pueden ser pensadas como narrativas –y, ya se sabe, nada más difícil que escribir a la altura de las buenas ideas, en caso de que nos vengan a la mente– en las que el tiempo es una variable perturbada. O, mejor decir, una variable absorbida por las historias, que se les rinde y se pone a disposición de su continuidad antes que de la propia. Ante la abominación de la linealidad, las coordenadas de lo que insistimos en señalar como real quedan transfiguradas.
Valeria Tentoni (Eterna Cadencia)
Eduardo Rezzano: Alcohol para después de quemar
Con una mirada lúcida y atroz, con fuerza de sentencia epigramática, la poesía de Rezzano nos deja a la intemperie del lenguaje y con una idea recurrente: las cosas trascendentales suelen ocurrir en silencio. “Llovía otra vez. El desierto se despoblaba”, nos dice, y demuestra que la palabra, y sus reminiscencias cotidianas, simples, sencillas, bien puede ser un animal amoroso y ardiente al que hace tiempo aprendió a domesticar y encender.
Diario El Día
Reseña de Alcohol para después de quemar
Los poemas de Eduardo Rezzano (1968, La Plata) atribuyen a un cuerpo sin espacio. Una mirada que desde un principio recrea una sospecha de la palabra bajo tensión. A lo largo de Alcohol para después de quemar la potencia del lenguaje no deja de sorprender. El libro está dividido en tres secciones: El tiempo y los animales, Miniaturas y Póstumos. Cada una de esas secciones habla por sí misma, no por su significado, sino por la desolación en la utilización de cada palabra y sus imágenes.
Abrazado a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío, a la deriva.
Hay libros que encuentran su escritura de inmediato. Alcohol para después de quemar, avanza hacia un claroscuro indefenso en pos de una búsqueda fragmentada desde un centro desplazado que pide libertad de expresión alejándose de lo cotidiano.
Cada noche a la misma hora me paraba en la misma esquina y esperaba una señal; me presentaba allí invariablemente, lloviera o hiciera bueno, movido por una fe que el tiempo diluyó en un vaso de tinta. Cambié de ciudad, de país, pero cuentan que me siguen viendo en aquel sitio mal iluminado esperando una señal o una noticia, algo que indique que la guerra terminó, que puedo volver a casa.
Estas tres dimensiones en la que está separado el libro se presentan con la hipótesis de que parezca como una continuación interrumpida frente a lo inevitable. El desenlace de los versos conduce paso a paso a un desenlace que se muestra invisible pero que ocurre en aquello que está más próximo.
Dos o más piernas
Una mujer avanza por las vías abandonadas del ferrocarril provincial. En la mochila lleva la cabeza y una muda de ropa –la cabeza se descompone y la ropa se mancha-. Se detiene frente a un enorme silo metálico y piensa: “¿Qué es lo que camina a cuatro patas por la mañana, a dos a mediodía y a tres por la noche? No puede ser el hombre; al hombre lo vi arrastrarse para comer de mi mano y le di mi muerte”.
Eduardo Rezzano describe un mundo aparte de otro. Muestra una voluntad de acción dentro de una sociedad inexistente como un narrador sensible al carácter sublime de un paisaje invertido. La exageración se deja ver cómplice en cada reflexión del libro trabajando la naturaleza desde una dimensión inasimilable a la razón.
Hay árboles / que esperan a morir / para empezar a hablarnos
Pablo Milani (Revista Aglaura)
Sobre Alcohol para después de quemar, de Eduardo Rezzano
Cada vez que miro el sol me acuerdo de cuando me tiré Pervinox en los ojos. Fue por error: era un envase trasparente que confundí con lágrimas. Busqué el colireo y me llevé la cólera. Se me afinaron los ojos como si estuvieran cicatrizando. No fue solo una gota sino varias: pensaba que el ardor era la reacción natural de las gotas en los ojos y seguí disparando. Obviamente, terminé en el médico. Me lavó con agua y aire y se preocupó menos de lo que se rió. Es como tirarte alcohol después de quemarte pero peor, pensé, porque afecta a todo lo que ves. Me tomé un Benadril y me eché a dormir. Pasaron diez años y me encontré con este libro.
No conozco personalmente a Eduardo Rezzano. De él sé apenas que su nombre acompaña –porque es el autor– el título su libro: Alcohol para después de quemar, además de otros libros de previa publicación. En este caso, no se trata solo de un poemario sino de una suerte de manifiesto inflamable de proyecciones. Antes de dar paso a las palabras, lo precede una foto de extraña cotidianeidad: un estante en un baño con una botella de alcohol, una cuchara, varios cepillos de dientes, una planta y un frasquito de salsa de tabasco. Después, el primer apartado del volumen: “El tiempo y los animales”.
Como aquella vez, acá también la vista está afectada por el poder transformador de lo etílico. Tanto la primera parte como la segunda (Miniaturas), están compuestas por textos apocalípticos, ni tristes ni felices, ni afectados ni impostados, tan solo testimonios de la destrucción a la que solo una mirada antiséptica se expone. Sueños, imágenes, reconstrucciones de destrucciones e ideas de un futuro que no sabemos a quién pertenece. Hablé con un soldado muerto / que soldado a la tierra / daba su frutos, dice. Y antes: Con el ojo izquierdo veo sombras / Con el derecho claridades.
Entregado a la bebida y al tiempo, Rezzano construye la ebriedad de su mundo no con curdas simpáticas ni rodadas cuesta abajo. Toma cuenta de sus pormenores –no es poca cosa, ver nacer el apocalipsis–, y lo cuenta como si nada fabuloso sucediera. Abrazado a una botella me arrojé al mar. La botella llevaba un mensaje; yo floté vacío, a la deriva. Y después, en “Miniaturas”, se anima a imaginar el génesis. Es siempre astuto contar el final reinventando el principio. Propone que al séptimo día, mientras Dios descansaba, se dio cuenta de que al mundo le faltaba un pasado y sembró pistas apócrifas para que creyéramos que venimos del Big Bang y no nos detengamos más en ninfas ni tritones. Y después, con el mito del origen a su gusto, hace y deshace su imperio: Si en verdad somos lo que comemos, el canibalismo nos hará humanos. Entonces sí, bang otra vez. El alcohol se consume en la explosión y terminamos todos muertos. Así nos lo cuenta su evangelio.
“Póstumos”, la última parte del libro, es como tirarse Pervinox en los ojos, lavarse con agua y viento, tomar un Benadril y echarse a dormir: cuando uno despierta se lleva la maravilla de volver a ver todo otra vez, de disfrutar el vicio de la contemplación, de admirar la derrota que dejamos atrás. La mirada está limpia, la claridad no lastima, el mundo –y Rezzano– empieza a mostrarnos su poesía.
Joaquín Sánchez Mariño