top of page

Tome usted un cuadro del Bosco. Añádale un poco de Brueghel. Quite el frío, el calor, los gritos. Sumérjalo en el Río de la Plata, a la altura de Ensenada. Eso no es Paraíso. Porque usted ha dejado por fuera a Eduardo Rezzano.

Hace poco leí que para el efecto Doppler hay que calcular la frecuencia observada a partir de la frecuencia emitida en relación con la velocidad de las ondas en el medio y la velocidad del receptor en relación con el medio y la velocidad de la fuente respecto del medio. Eso es un poco más el paraíso. Y voy a explicarlo.

Un paraíso es un lugar cercado, con la voluntad de la cerca. Una mano y un espacio trabajado para el ojo y el placer de los sentidos. O los sentidos sin placer pero con goce. Un paraíso es el lugar del forzamiento. La incomodidad y lo raro no están fuera del cerrojo. ¿Es un lugar ameno? Es un lugar tenso.

Así comienza.

Entonces el autor crea a los vecinos, pero estos saltan la tapia y le roban las cosas. Una regadera es una tecnología aplicada a dar de beber a la gente que usa raíces. Un paraíso es un nosotros CON regadera. Un nosotros que nos hablamos con distintas lenguas claras y nos cuidamos. Esa es la gramática: mirarse y cuidarse, demorando el tiempo. La única certeza es el propio deseo fervoroso y apenas si un jardín que se transforma, que deja de ser de uno para ser con uno una casa de los otros.

¿Quién es yo y cómo llegó acá? Con paso firme por un camino que se hace a la zaga. El contorno que deja el paisaje pintado. Yo es todos los visitantes extraños que llegaron hasta acá, con paso firme, porque la puerta estaba abierta y sólo eso. Y se quedaron, aunque la puerta estaba mal cerrada y sólo eso. Error: también porque había sensación de regadera.

La construcción de un paraíso –habla el libro– genera entonces sedimentos y vecinos. Es decir, el polvillo que se mete por los lagrimales, y las piedras, los escombros, los silencios porque no hubo eco para dejar nombrado. Recuerden: todo aquí nos fue acercado para que lo cercáramos. Lo que quedó fuera, incluso esa imagen propia que no se reconoce –porque no convence o bla bla bla–, no hará familia en el gabinete de extrañezas.

Recuerden la fórmula del comienzo: lo que vemos, lo emitido, la tal intensidad del recorrido, que las ondas se acumulan. Se dibuja la sonrisa en el camino, pero tensa. Recuerden cómo cosía mi abuela el dobladillo: con puntada especial para lo elástico. Liviana y sin tirar demasiado de la hebra que suele estar oculta. Demorando el tiempo al cuidado de aquello en lo que no reparamos.

El efecto Doppler sirve para entender desde el sonido de una sirena hasta el tamaño del universo. Pero más doméstica es la imagen que nos toman cuando aún no hemos nacido –ecografía–. Ese nosotros que los demás ven cuando no los conocemos. Qué es un paraíso sino eso.

​

María Eugenia López

​

​

Volver al paraíso terrenal

​

“Esta es una historia verdadera, pero no recuerdo ningún detalle que la pueda hacer verosímil”. Así termina “Buenos muchachos”, uno de los textos en prosa de Paraíso, de Eduardo Rezzano. La historia referida es, de hecho, de las más verosímiles del libro: un grupo de amigos con nombres propios incluidos boicotean la presentación de una nueva editorial y son echados por los mozos. El narrador, partícipe de los hechos, termina con un dedo luxado y cada vez menos capaz de preparar el repertorio para un concierto. Lo que ocurre es que esta historia, descabellada pero verosímil para nosotrxs, rompe totalmente con el verosímil de Paraíso. Paraíso construye el verosímil, en cambio, de una película de terror. O de un cuento de Julio Cortázar.

Dentro del verosímil de terror podríamos pensar algunos tópicos: gente muerta, objetos asesinos, animales desarrollando actividades no terroríficas pero inquietantes. Dentro del tópico de la gente muerta, por ejemplo, entrarían los siguientes textos: “Animales mitológicos”, en el que no sabemos a quién le hablan los gritos del fondo porque “en la casa del fondo no vivía nadie –estaban todos muertos”; el breve poema “El viento”, “todo el tiempo escucho / palmeras que se agitan / ¿Dónde me enterraron? / No me acuerdo dónde / me morí hace tanto tiempo”; “Un sueño”, en el que el narrador sueña la muerte de un amigo y se entera por un sueño; “Patio”, poema en el que el yo lírico se refiere al patio del jardín de su casa y dice: “Un día va a tocarme / los pies / tan enterrado estoy / y del susto se le pondrán / blancas las hojas / helada la savia”.

Los otros dos posibles tópicos mencionados, “objetos asesinos” y “animales desarrollando actividades no terroríficas pero inquietantes” incluyen un portero fulminante, un espantapájaros al ataque, una cucaracha que aprende a deletrear nombres y una gata llamada Paula Rostova que cuenta historias en ruso. Estos bocetados verosímiles se construyen a partir de una relativa naturalización de los elementos terroríficos, que no parecen provocar miedo en el yo lírico ni en los otros personajes que aparecen en el libro, ni parecen ser invocados con el fin de generar temor tampoco. De algún modo, el potencial de miedo de esas pequeñas historias parece neutralizado por esa propia naturalización. Vemos una aparente disociación entre materia y tratamiento: en ocasiones, tanto los temas propios del terror como los que podríamos llamar banalmente “temas profundos” (la muerte, el tiempo, el lenguaje) son tratados con liviandad, o con una solemnidad un poco corrida de eje. En “Patio”, es el árbol el que se asusta al tocar el cuerpo enterrado, y en “Gruyère” el paso del tiempo durante un día no puede medirse porque el día “está agujereado / como un queso gruyère”.

Este ida y vuelta del terror a la cotidianeidad da el tono a Paraíso, que es un libro oscuro pero ágil a la vez, y por momentos casi risueño. En el poema “Vecinos”, los vecinos “se han tomado la costumbre / de saltar el tapial” y cuchichear en el patio del yo lírico, despertándolo cada mañana. Cuando éste descarta la posibilidad de echarlos a escobazos y sale a convidarlos con mate, ya no están; “una vez me faltó un malvón / otra la regadera de lata / aquella que pretendían mis primos / cuando murió el abuelo Ismael”. No hay nada fuera de regla con esos vecinos, aunque en la descripción de su conducta parecen un poco animalescos. Sin embargo su aparición es decididamente inquietante, tanto para quienes leemos el poema como para quien lo enuncia. Paraíso, yendo y viniendo, circula en esa inquietud de principio a fin.

Una vez dicho todo lo anterior, se hace necesario recordar el título del libro. De contenido significativamente distinto de lo que usualmente asociaríamos al paraíso, Paraíso ofrece sin embargo algunas definiciones propias. En “En invierno” leemos: “Pero seré bueno con los perros, los bichos, los pájaros; los dejaré cagar adentro y harán de mi hogar un paraíso”. Y leemos también, pocas páginas después, en la introducción al primer apéndice, Lixo (en portugués, basura): “La construcción de un paraíso genera basura”. Rezzano vuelve al paraíso terrenal, en todo sentido: regresa al paraíso terrenal y a la vez lo convierte en terrenal. Y en esa fórmula, que podemos pensar paradójica, los términos se cancelan; nada terrenal podrá ser paraíso, y entonces el paraíso será una casa cagada por animales, el día un queso gruyère y la muerte un recurso poético.

​

Camila Pastorini Vaisman (BazarAmericano)

bottom of page